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lunes, 24 de septiembre de 2012

La receta del BCE para Europa



Austeridad para el pueblo, bienestar para los bancos
Andrew Bowman y Leigh Phillips
Red Pepper
El tratamiento despiadado por parte del Banco Central Europeo de los Estados endeudados contrasta con su apoyo a los bancos. Andrew Bowman y Leigh Phillips analizan cómo los bancos centrales han utilizado la crisis para asumir un nuevo papel, que va desde apuntalar a banqueros a derribar gobiernos. Traducido para Rebelión por Christine Lewis Carroll.

Mientras la Eurozona se balancea al borde del precipicio, continúa la construcción, en el distrito financiero de Frankfurt, de la nueva sede del Banco Centro Europeo (BCE). La fecha de terminación está prevista para 2014 y el rascacielos de 185 metros de altura y diseño futurista tendrá el doble de espacio para oficinas que el edificio actual del BCE, el Eurotower. Encarna las expectativas de futuro de la moneda única precisamente para la institución que, sin ella, no tiene futuro.
A medida que se ha ido desplegando la crisis financiera en los últimos cinco años, la prensa y el debate político han concentrado su atención en las acciones de los dirigentes políticos nacionales. Sin embargo, los funcionarios en la trastienda del banco central han sido muchas veces unos personajes muy influyentes.
En ninguna parte es esto más cierto que en el BCE. Los procesos de toma de decisiones en la Unión Europea (UE) son incapaces de reconciliar los intereses nacionales y paneuropeos y en ausencia de una política fiscal para la Eurozona, el BCE ha llenado la brecha.
Todos han recurrido al BCE: primeros ministros que no saben cómo controlar los intereses sobre los préstamos en sus países, los bancos que necesitan liquidez durante la prolongada crisis crediticia y la más escurridiza de todas las entidades, ‘los mercados’, que buscan ‘una vuelta a la confianza’. Junto con la Reserva Federal de USA y el Banco de Inglaterra el BCE ha actuado como un sistema de soporte vital para el inflado sector financiero de occidente.
Los bancos centrales son las instituciones con más poder político, aunque no se les inspecciona adecuadamente, del capitalismo contemporáneo. Esto es porque no se espera que los bancos centrales sean poderosos en sentido político. El sistema moderno de los bancos centrales se base en la suposición de que se componen de tecnócratas políticamente neutros, que sus actividades se limitan fundamentalmente al control de la inflación de precios mediante mecanismos simples y que, como tal, pueden operar independientemente de controles políticos formales.
Con la crisis, se ha roto en pedazos este guión, puesto que los bancos centrales, en particular el BCE, se han salido de sus papeles convenidos con el fin de desempeñar varias funciones controvertidas: proveedor de bienestar indefinido y sin contrapartidas para el sistema bancario; el árbitro principal en la deuda soberana -con la capacidad de derribar gobiernos-; y en el caso del BCE el defensor más directo de la austeridad fiscal democrática. Ha llegado el momento de examinar esta situación con más detenimiento.
Antecedentes
Desde el establecimiento de los primeros bancos centrales en el siglo 18 han tenido siempre una relación tirante con la política. Sus deberes, métodos e independencia se han renegociado periódicamente: desde el papel original de ayuda al Estado para conseguir financiación para la guerra; a un ‘banco de bancos’ independiente durante el patrón oro previo a 1914; y un siervo del crecimiento estatal y las políticas de empleo de la posguerra. La crisis de stagflation [cuando se produce un estancamiento de la economía y el ritmo de la inflación no cede] de los años 70 y el triunfo político del neoliberalismo acarreó un enfoque ‘monetarista’ más limitado, donde se atajaba la inflación mediante el control de la cantidad de dinero disponible y, más tarde, los tipos de interés a corto plazo.
La independencia formal de las influencias corruptoras de la política democrática -que se consideró responsable de la incapacidad de los bancos centrales de controlar la inflación de los años 70- llegó a ser la meta. El papel histórico como guardián de la estabilidad financiera fue menos prioritario porque se suponía que la innovación financiera que sembraba riesgo y los avances en la ‘ciencia’ de la política monetaria harían menos probables las crisis financieras.
El BCE soporta estas influencias, pero se le considera más como hijo del Bundesbank alemán. La estabilidad monetaria es un tema sensible en la historia alemana. La hiperinflación preparó el camino para la extrema derecha en los años 30 y los éxitos económicos iniciales de Hitler implicaron que se obligase al Reichsbank a financiar el rearme. Después de la guerra se abolió al Reichsbank, gran parte de la gigantesca deuda alemana se canceló dentro del Plan Marshall y el Bundesbank independiente se estableció para asegurar que nada de esto se repitiera.
El Bundesbank, enemigo de la inflación y que consideraba las políticas fiscales expansionistas como peligrosas, fue parte íntegra del Ordoliberalism [variante alemana del neoliberalismo]. Se declaró responsable del wirtschaftswunder [prodigio económico] de la Alemania de la posguerra, frustró a sucesivos cancilleres alemanes y convirtió al marco alemán en la moneda fuerte de Europa. La política monetaria de todo el continente siguió al Bundesbank con ciclos constantes de ajuste de la moneda.
El euro se suele representar como un proyecto político de un idealismo ingenuo o un aparente imperialismo nefario. Sin embargo también nació al amparo de objetivos menos románticos de política monetaria: para acabar con la inestabilidad de los tipos de cambio y la especulación con las divisas; para dar a Alemania una moneda más débil con el fin de impulsar sus exportaciones; para liberar a Francia de la subordinación al Bundesbank; y para reducir los impedimentos a la inversión.
La salida del marco alemán no fue fácil para Alemania. A Helmut Kohl se le atribuye haber dicho a Mitterand durante las discusiones sobre la moneda única: “El marco alemán es nuestra bandera. Es el fundamento de la reconstrucción de la posguerra. Es parte esencial de nuestro orgullo nacional; no tenemos mucho más”.
Para aplacar las preocupaciones, el BCE se localizó en Frankfurt con una estructura de gobierno y atribuciones similares al Bundesbank, lo que incluía el objetivo primario de estabilidad en los precios. Se sugirió que la moneda única no funcionaría si la política monetaria estuviera sometida al regateo entre los distintos gobiernos nacionales. Por lo tanto, mientras los bancos centrales nacionales implementaban las operaciones monetarias, el BCE tomaría sus decisiones independientemente de los gobiernos mediante la combinación de un consejo de administración de seis personas y los representantes de los bancos nacionales centrales de la Eurozona. Sus reuniones de toma de decisiones serían secretas. Su constitución declaraba ilegal que el BCE siguiera instrucciones de las instituciones de la Comisión Europea o los gobiernos nacionales o que se financiaran los gastos de los Estados miembro al comprar sus bonos. En ausencia de una autoridad fiscal de contrapeso, el BCE se encontraba entre los bancos centrales más poderosos del mundo y sin rendir cuentas a nadie.
La gestión de la crisis: hacer cumplir las medidas de austeridad.
El euro no planteó inicialmente ninguno de los problemas que sus detractores habían vaticinado. La Eurozona participó en la llamada ‘Gran Moderación’ de la primera década del siglo 21: crecimiento estable, baja inflación, bajos tipos de interés y una moderada regulación financiera. La credibilidad de los banqueros centrales subió e igual que la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra se convirtió en cheerleader de los servicios financieros.
Jean-Claude Trichet, presidente del BCE en los momentos del auge económico, aseguró a los dudosos que la integración allanaría los desequilibrios económicos de la Eurozona y que el capital se trasladaría automáticamente donde pudiera utilizarse con más eficiencia sin una redistribución fiscal políticamente controvertida. Las mayores tasas de crecimiento de Irlanda, Grecia, España y otros en los primeros años del siglo 21 parecen confirmar esto. Los mayores bancos de inversión prosperaron al trasladar capital de las naciones del norte de Europa que arrojaban excedentes presupuestarios -en especial Alemania- para invertirlo en las burbujas crediticias de la periferia de la Eurozona. Junto con las burbujas, se ignoraron en gran medida las diferencias crecientes en los balances de pago, los sueldos y la inflación.
La arrogancia precrisis de los banqueros centrales se apoyó en la capacidad de predicción de la economía monetaria que -como la economía en general- había llegado a ser más esotérica y algebraica. Esto también reforzó las alegaciones de neutralidad política. Después de la crisis la fachada se derrumbó.
El BCE respondió a la crisis crediticia de 2007 con una provisión de liquidez bancaria que continuó en los años posteriores. A diferencia del Banco de Inglaterra y la Reserva Federal, no se lanzó a la compra masiva de bonos del Estado -flexibilización cuantitativa- a causa de su mandato de no financiar gobiernos, ya que ésta desincentiva la prudencia presupuestaria. El BCE siguió a Angela Merkel al calificar la flexibilización cuantitativa anglosajona como un riesgo inflacionista.
La crisis de la deuda de la Eurozona que empezó en Grecia en mayo de 2010 forzó un cambio de rumbo. El BCE tuvo que escoger entre (1) meterse en el mercado de bonos y monetizar los bonos de Estado de la zona periférica con el fin de reducir el coste de pedir prestado y los riesgos de suspensión de pagos de los bancos que sostenían la deuda (anatema de los principios del Bundesbank) o (2) contemplar la posible desintegración de la unión monetaria.
Decidió meterse en el mercado con la compra por valor de 74.000 millones de euros de deuda pública griega, portuguesa e irlandesa mediante el Securities market programme (SMP) en el mercado secundario de bonos (la compra de bonos a titulares que no son los gobiernos). La demanda cayó en picado a consecuencia de los desastrosos programas de austeridad y los llamamientos a la acción por parte del BCE han sido implacables. Cuando el programa SMP se detuvo en marzo de 2011, los rendimientos de los bonos volvieron a subir. Cuando la crisis llegó a España e Italia y el mecanismo europeo de estabilidad financiera (el fondo de rescate temporal de la UE) se mostró inadecuado, el BCE volvió a intervenir y compró en el verano de 2011 deuda soberana con problemas por valor de 210.000 millones de euros al ritmo de aproximadamente 14.000 millones a la semana.
Sin embargo, el BCE ha utilizado su poder selectivamente; Merkel lo atacó por ser demasiado indulgente mientras Sarkozy y Cameron (éste imploró que el BCE usara la “gran bazuca”) lo hicieron justo por lo contrario. Las peleas sobre el tamaño del SMP crearon discordia dentro del BCE, lo que provocó la dimisión del economista jefe alemán del BCE, Jürgen Stark, y Axel Weber del Bundesbank.
Para los pueblos de los países de la periferia de la Eurozona, las acciones del BCE han tenido su precio: la austeridad. Al BCE se le conoce por su alergia a cualquier insinuación de interferencia política en sus asuntos. Pero Frankfurt no tiene inhibiciones cuando se trata de los asuntos de los gobiernos democráticamente elegidos en los que interviene habitualmente. El presidente actual del BCE, Mario Draghi, sigue a su antecesor al reiterar la falacia de que el gasto irresponsable de los gobiernos ha causado la crisis -un análisis que los exonera convenientemente de sus propias deficiencias- y hace hincapié en el mensaje de cómo hay que tratar a los receptores de rescates.
La mayoría de los ciudadanos de los ‘países del SMP’ -que quiere decir que han perdido soberanía a cambio de los rescates- estará familiarizada ya con la temida llegada trimestral de los inspectores de la Troika (los controladores de la austeridad y los ajustes estructurales procedentes de la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el BCE). Después de contemplar esta rendición humillante y casi completa de la soberanía fiscal, el primer ministro portugués, José Sócrates, y más recientemente su homólogo español, Mariano Rajoy, negó la posibilidad de sufrir una indignidad similar. Un golpe de estado financiero perpetrado por el BCE metió en vereda a Sócrates.
“He visto lo que pasó a Grecia e Irlanda y no quiero que ocurra lo mismo en mi país. Portugal se las arreglará solo; no será necesario un rescate”, afirmó. Pocos días después de sucumbir en abril del año pasado, se supo que el jefe del BCE había impuesto su voluntad al quitar el tapón al Estado. Cuando los bancos portugueses anunciaron que ya no comprarían bonos si Lisboa no pedía el rescate, Sócrates no tuvo más remedio que solicitar una cuerda de salvamento externa. Más tarde esa semana el jefe de la asociación de la banca de Portugal, Antonio de Sousa, dijo que había recibido “instrucciones precisas” del BCE y del Banco de Portugal de cerrar el grifo. Hasta los cínicos más curtidos en Lisboa y Bruselas se asombraron y declararon en privado que el BCE había cruzado la línea.
En agosto del año pasado el BCE se apresuró a rescatar a Italia y España mediante la compra masiva de bonos cuando los niveles de rendimiento de éstos se estaban acercando a los de Grecia e Irlanda y estos países solicitaron ayuda a los prestamistas internacionales. Una carta secreta del jefe del BCE en aquel momento, Jean-Claude Trichet, y su sucesor Mario Draghi, cuyo contenido divulgó el diario italiano Corriere della serra, esbozó lo que querían a cambio de esta ayuda: todavía más austeridad y la desregulación del mercado laboral. La carta indicaba con exactitud al gobierno italiano qué medidas tenía que implantar, cuándo y con qué mecanismos legislativos. El BCE, no elegido y que tampoco rinde cuentas a nadie, dirigía ahora la política fiscal y laboral de Italia. En secreto. Hasta Silvio Berlusconi dijo en aquel momento “parecemos un gobierno ocupado”.
Cuando el primer ministro griego, Geórgios Papandréou, anunció en octubre del año pasado que iba a celebrar un referéndum sobre el segundo rescate y mayor austeridad, a los mercados les dio un ataque de nervios. El 2 de noviembre el grupo de Frankfurt -un octeto autoescogido, no elegido y que se creó en octubre del año pasado, se dice durante la fiesta de despedida de Jean-Claude Trichet- lo llamaron al orden.
El grupo de Frankfurt constaba en aquel momento de la jefa del FMI, Christine Lagarde; la canciller alemana, Angela Merkel; el presidente francés Nicolas Sarkozy; el recién instalado jefe del BCE, Mario Draghi; el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso; el presidente del Eurogrupo (el grupo de Estados que utilizan el euro), Jean-Claude Juncker; el presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy; y el comisionado de la Unión Europea, Olli Rehn. Decidieron que ya habían visto suficiente de Papandréou, incapaz de implementar los recortes y la desregulación que exigían.
Unos días más tarde, Papandréou suspendió el referéndum y dimitió. Fue sustituido por el tecnócrata no elegido, Lucas Papademos, anterior vicepresidente del BCE y negociador del primer rescate griego. La Troika había dado un paso más que la maniobra que forzó al dirigente portugués a pedir un rescate en contra de su voluntad; por primera vez se había derrocado a un gobierno, suspendido la democracia griega e instalado un gobierno propio. Días más tarde se hizo lo mismo en Italia.
Si el derrocamiento del primer ministro griego fue más una consecuencia de la intervención del politburó europeo -con el BCE en el centro-, la mayoría de analistas tiene claro que el derrocamiento de Berlusconi, intocable incluso después de 18 años de juicios, fiestas bunga-bunga y escándalos de corrupción, fue obra directa del BCE. A medida que el rendimiento de los bonos se acercaba al 6,5% -la zona de peligro en que Atenas, Dublín y Lisboa habían solicitado que se les rescatara-, se informaba ampliamente de que Draghi presionaba a Berlusconi para que dimitiera. Esto se hizo patente porque la compra de bonos italianos por parte del BCE fue muy limitada. Esta arma del mercado de bonos a disposición de Frankfurt fue mucho mayor que cualquier presión procedente del partido de Berlusconi o la oposición.
El derrocamiento de dos primeros ministros en sólo una semana sirvió de aviso musculoso y sin ambigüedad a otros gobiernos de que el BCE es el que quita y pone. Cuando el primer ministro español, Mariano Rajoy, se resistía a pedir un rescate, consciente de que entregaba la soberanía de su país, se presionó a Madrid para que capitulara. El BCE lo animó públicamente a no demorar la petición de rescate al recordarlo cortésmente el papel que el BCE había desempeñado en echar a Berlusconi.
Las propuestas hechas el 25 de junio de ir hacia una ‘unión política’ de la UE por parte del cuarteto autoelegido de los presidentes del Consejo Europeo, de la Comisión Europea, del Eurogrupo y del BCE van mucho más allá de la revisión centralizada de la Unión Europea de los presupuestos nacionales y las multas aprobadas el año pasado y hacia un fondo de soberanía sin supervisión democrática. Se le otorgaría a Bruselas el poder de reescribir los presupuestos nacionales y si un país necesitase aumentar el volumen de sus préstamos, tendría que pedir permiso a los demás gobiernos de la Eurozona. Esto está en línea con la visión de la unión política que el ex jefe del BCE, Jean-Claude Trichet, esbozó en junio del año pasado cuando todavía estaba en funciones; es decir, un veto centralizado de los presupuestos nacionales esgrimido conjuntamente por la Comisión y el Consejo ‘en asociación con’ el BCE, donde los gobiernos que gastan demasiado se declararían en suspensión de pagos.
La visión del BCE, expuesta en varias ocasiones por Trichet y su sucesor, se describió como un ‘salto enorme’. Tiene dos características: por un lado un programa liberalizador radical de desregulación del mercado laboral, la reestructuración de las pensiones y la deflación de los sueldos y por otro lado la transferencia del control de la política fiscal por parte de los parlamentos a manos de ‘expertos’, que a largo plazo significará un ministerio de finanzas de la UE, de la misma manera que la política monetaria se ha retirado de las cámaras democráticas para colocarla en manos de Frankfurt.
Los analistas ortodoxos muestran bastante simpatía por los objetivos del banco central. Jacob Funk Kirkegaard del Peterson Institute, el grupo de expertos económicos de Washington, ha escrito “el BCE se halla dentro de un juego estratégico con los gobiernos democráticos de Europa”, una estrategia excesivamente política “orientada a conseguir que los diseñadores de políticas recalcitrantes de la Eurozona hagan cosas que de otra manera no harían”. El banco “contempla el diseño de las instituciones políticas que gobernarán la Eurozona durante décadas”. Para Kirkegaard y otros observadores veteranos del BCE, el principal objetivo no es en último término España o Italia, sino Francia, históricamente resistente a una reglamentación fiscal más vinculante de la Eurozona, considerada una vulneración radical de su soberanía. Al hacer poco frente a los ataques del mercado sobre España e Italia, Frankfurt advierte a París y a su nuevo presidente de que no tiene más remedio que acceder a su visión de la gobernanza fiscal tecnócrata.
Welfarism* de los bancos
El tratamiento despiadado por parte del BCE de los Estados soberanos endeudados contrasta con su apoyo a los bancos. La gran cantidad de liquidez proporcionada a los bancos desde el inicio de la crisis ha empequeñecido su apoyo a la deuda soberana.
La crisis de la deuda soberana en realidad ha sido siempre una continuación de la crisis bancaria de 2008. En ausencia de reformas serias, los bancos han permanecido frágiles, sobreapalancados y altamente interconectados entre fronteras. Las suspensiones de pagos soberanas significarían el desastre para muchos de los principales bancos de las economías más importantes de la Eurozona -sin hablar del Reino Unido- que, escasos de oportunidades seguras de inversión AAA y provistos de nueva liquidez procedente de los programas de apoyo de sus bancos centrales, miraron hacia el sur en 2008 y 2009 para invertir en deuda soberana periférica. Los rescates de estos Estados fueron rescates de los bancos también.
Además del riesgo de suspensión de pagos, la crisis de la deuda soberana plantea problemas adicionales para los bancos. La mayoría depende fuertemente de pedir prestado a corto plazo en los mercados monetarios interbancarios en los que deben comprometer activos como colaterales para recibir un préstamo. Cuando un prestamista ha recibido este producto colateral de un prestatario, lo puede usar también como colateral de sus propios préstamos y así acumular una cadena de deuda en un proceso que se conoce como ‘rehipotecación’.
Antes de la crisis, los valores respaldados por activos AAA, ahora tristemente célebres, fueron importantes por su uso en los préstamos ‘colateralizados’. Pero cuando se cuestionó su valor y su valoración cayó, ya no eran aptos (un factor principal de la causa de la crisis crediticia). Los bonos del Estado se aceptan generalmente como un activo colateral seguro para utilizar como préstamo, pero la crisis de la deuda y las degradaciones de la deuda periférica efectuadas por las agencias de calificación han hecho que gran parte de los bonos del Estado no sea idónea, exacerbando los problemas de liquidez.
El BCE ha intervenido para apoyar el sector bancario al facilitar continuamente balsas de préstamos baratos para, en la práctica, mantener vivos a los bancos zombis. Desde 2007 los préstamos del BCE a las instituciones de crédito de la Eurozona han triplicado desde aproximadamente 400.000 millones de euros a más de 1.200.000 millones de euros. El balance del BCE se ha incrementado desde aproximadamente el 15% a más del 30% del PIB de la Eurozona.
Como continúa aceptando los activos colaterales ‘no negociables’, el BCE permite a los bancos cambiar sus malas inversiones de los años buenos por dinero de mejor calidad: el de la reserva del banco central.
Estas acciones empezaron con el comienzo de la crisis crediticia de agosto de 2007 cuando el BCE inyectó rápidamente 95.000 millones de euros de liquidez automática a los bancos con problemas de la Eurozona. Esto continuó en años sucesivos, pero la intervención más dramática tuvo lugar en diciembre de 2011 con ocasión de una operación de refinanciación a largo plazo (LTRO por sus siglas en inglés), un término árido para una acción sin precedentes.
Como se temía que el sistema bancario de la Eurozona estaba al borde de un colapso estilo Lehman, el BCE proporcionó al sistema bancario un suministro ilimitado de préstamos ‘colateralizados’ a tres años a un interés del 1% al sistema bancario el 21 de diciembre de 2011 y otra vez el 28 de febrero de 2012. En total la cantidad era aproximadamente de un billón de euros. Los beneficiarios fueron los principales bancos de la Eurozona y también del Reino Unido. Dado que los bancos utilizaron sus activos malos como colaterales, esto casi representó dinero gratis.
El objetivo declarado de la LTRO era que los bancos volvieran a prestar a la ‘economía real’. Sin embargo, hay poca evidencia de que esto ocurriera. Analistas del banco ING estimaron que de los 489.000 millones de euros prestados en la LTRO de diciembre de 2011, sólo 50.000 millones de euros volvieron a la economía.
Uno de los resultados de todo este apoyo ha sido el uso de los préstamos fácilmente accesibles del BCE para emprender operaciones de carry trade -pedir prestado dinero a bajo interés y prestar a interés mayor- con los gobiernos de la Eurozona. Como el BCE no puede prestar directamente a los gobiernos, presta más barato a los bancos que a su vez prestan a gobiernos y reciben mayores tipos de interés a cambio. Se dice que los bancos españoles, por ejemplo, han comprado 83.000 millones de euros en bonos del Estado español desde diciembre. Esto es más que una manera fácil de hacer dinero: intensifica la relación entre los bancos comerciales y el Estado, de forma que cada uno no pueda sobrevivir sin el otro.
Como consecuencia de este apoyo a los bancos, el BCE está ahora en posesión de una gran cartera de cientos de miles de millones de euros de activos bancarios arriesgados. Esto va mucho más allá de hacer de ‘prestamista de último recurso’ al sistema bancario -lo que se espera tradicionalmente de los bancos centrales- y representa una transferencia masiva de riesgo desde las áreas privadas a la públicas. El valor de estos activos, muchos de los cuales están vinculados a los mercados inmobiliarios hiperinflados, permanece muy incierto.
El desenlace para los bancos centrales no está claro. Algunos economistas argumentan que no pueden volverse insolventes porque imprimen dinero; otros temen que esto crearía una pérdida de confianza en la moneda y que se requeriría una recapitalización cara (y políticamente explosiva) del BCE de mano de los gobiernos de la Eurozona.
Las operaciones de apoyo al sector financiero por parte de los bancos centrales se han retratado como medidas técnicas para mantener en movimiento el sistema de crédito. Pero su mismo tamaño plantea una pregunta política: ¿por qué mantiene una institución política una industria bancaria tan grande, tan frágil y con una contribución social tan dudosa?
Hay cada vez más personas que opinan que el sistema bancario es simplemente demasiado grande y complejo y que la única solución razonable es encoger y simplificarlo con el fin de devolver a la banca su función de servicio público. Pero la necesidad de mantener el régimen de bienestar del sector financiero hace que a los bancos centrales no les interesa discutir estas reformas más radicales y conserva con eficacia el sistema en su estado actual.
E igual que el peor estereotipo de dependencia del estado de bienestar inventado por la prensa derechista, los receptores del régimen de bienestar bancario -como demuestra su gestión del escándalo del banco Libor- muestran una falta de preocupación por el bien común y una falta de voluntad de cambiar sus métodos. En comparación con la austeridad que castiga la periferia de la Eurozona o la reestructuración del sector público en el Reino Unido, las reformas bancarias han sido livianas.
¿Y qué hay del futuro de los bancos centrales? Tanto al Banco de Inglaterra y ahora parece que al BCE se les dará responsabilidades adicionales en la regulación bancaria. Si se sigue el patrón, los gobiernos trasladarán la responsabilidad de las decisiones económicas fuera del control democrático. El hecho de que los bancos centrales se hagan cargo de los activos malos de los bancos comerciales suscita la pregunta de si llegarán a ser responsables de rebajar su valor al utilizar su capacidad ilimitada de crear dinero como agente para la cancelación de la deuda. Frente a la turbulencia financiera y los probables cambios económicos futuros, la independencia del banco central parece insostenible.
Esta independencia se basó en tres factores: la competencia técnica, la neutralidad política y una limitación estricta de funciones. En el caso del BCE y otros grandes bancos centrales, estas tres condiciones se han pisoteado. En el Reino Unido, a medida de que la connivencia en la manipulación del banco Libor entre el Banco de Inglaterra y los principales bancos comerciales se hace evidente, es buen momento de volver a poner la democratización de los bancos en la agenda.
* Evaluación de las acciones, políticas o leyes de acuerdo con sus consecuencias.
Este artículo se desarrolla dentro de un proyecto de investigación denominado ‘¿Capitalismo liderado por los bancos centrales?’ que se está llevando a cabo en la Universidad de Manchester sobre los cambios socioculturales. Se puede conseguir documentos sin coste en www.cresc.ac.uk.
Leigh Phillips escribe habitualmente para Red Pepper y fue anteriormente corresponsal para Europa de Red Pepper desde Bruselas. Andrew Bowman investiga sobre cambios socioculturales en la Universidad de Manchester y es editor de Red Pepper y Manchester Mule.
http://www.redpepper.org.uk/austerity-for-the-people-welfare-for-the-banks/
Fuente: Rebelión
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