Bajo la prédica de la
globalización y la apertura comercial y financiera, el neoliberalismo preconizó
en los últimos lustros del siglo pasado una reestructuración de las sociedades
nacionales que rompiera con los viejos esquemas económicos estatales y societales
“cerrados” y “proteccionistas” (“patrióticos”, dirían otros), aunque ello
supusiese el debilitamiento forzoso de los aparatos productivos tradicionales.
La idea era, en la
práctica, que esos antiguos esquemas cedieran su espacio a un nuevo tipo de internacionalismo,
el del capital, que -según se afirmaba- era el heraldo del progreso a través de
las inversiones frescas, el intercambio rápido de tecnologías y el ingreso al
comercio planetario con base en las normas o reglas modernas de la “eficiencia”
y la “competitividad”.
Como se sabe, empero,
esos radiantes pronósticos neoliberales distaron mucho de cumplirse a plenitud.
Es cierto que las
sociedades que adoptaron las providencias recomendadas por el neoliberalismo,
particularmente en la América Latina, en principio sintieron un inusitado
aumento de la producción y el consumo que generaron crecimiento económico y
desarrollo infraestructural, pero a la postre sobrevinieron terribles crisis
financieras derivadas del endeudamiento externo, la devaluación monetaria, la
caída del PIB, la fuga de capitales o las quiebras bancarias fraudulentas que
empobrecieron a sus clases medias y sumieron a los desposeídos en un estado de
miseria verdaderamente dramático.
Y aunque en realidad hubo
que esperar hasta el segundo lustro del nuevo siglo para presenciar hechos de
esa naturaleza en los países desarrollados (con el destape de las crisis
financieras de los Estados Unidos y parte de Europa en el otoño de 2008), en
todo el mundo siempre hubo pensadores, científicos y técnicos (filósofos,
economistas, sociólogos, estadígrafos, etcétera) que, a partir de una
observación de su “curso operacional”, profetizaron la inevitable bancarrota
moral, filosófica y fáctica del neoliberalismo.
Sin embargo,
probablemente el elemento potencialmente más problemático de los “efectos
sociales reales a mediano y largo plazo” del neoliberalismo fue en su momento
develado por uno de sus mayores beneficiarios individuales, el economista y
multimillonario húngaro-norteamericano George Soros, quien a fines de los años
noventa (en su libro “La crisis del capitalismo global. La sociedad abierta en
peligro”) escribió lo siguiente: “Uno de los grandes defectos del sistema
capitalista mundial es que ha permitido que el mecanismo del mercado y el afán de
lucro penetren en esferas de actividad que no les son propias”.
Esa verdad simple y sin
desperdicios fue expuesta por Soros luego de haber afirmado que “El desencanto
con la política ha nutrido al fundamentalismo del mercado, y el ascenso del
fundamentalismo del mercado ha contribuido, a su vez, al fracaso de la
política”, como resultado de que se ha instituido “el individualismo sin
ataduras”.
Más específicamente, el
conocido financista agregaba: “La contradicción entre los intereses personales
y públicos de los políticos siempre ha estado presente… pero se ha agravado
sobremanera debido a las actitudes dominantes que anteponen el éxito medido en
dinero a valores intrínsecos como la honestidad”. Y luego recalcaba: “La
promoción del interés personal a la categoría de principio moral ha corrompido
la política y el fracaso de la política se ha convertido en el argumento más
poderoso a favor de conceder a los mercados más carta blanca si cabe”.
En lo atinente al tema
cardinal de la racionalidad neoliberal vigente en el mundo occidental,
consistente en que todo -hasta la religión y la vida familiar- sea visto a
través del prisma del mercado, Soros afirmaba lo que sigue: “Las incursiones de
la ideología del mercado en campos muy distantes de los negocios y la economía
tiene efectos sociales destructivos y desmoralizadores. Pero el fundamentalismo
del mercado es tan poderoso hoy que cualquier fuerza política que ose
resistirse es motejada de sentimental, ilógica e ingenua”.
Conviene reiterar que
esas consideraciones no fueron obra de un desfasado político de izquierda o de
un ingenuo ciudadano “pendejo”, sino de un profesional de los negocios que
defiende intransigentemente el sistema capitalista, la globalización y la
“sociedad abierta” que les resulta consustancial. Su crítica, pues, tendía a
promover la salvación del sistema, no a destruirlo.
Naturalmente, esa visión
que ofrecía Soros era integrante de un enfoque que se originaba a partir de las
realidades de los llamados países del centro capitalista, y por consiguiente
tiene muy poco en cuenta las realidades de los de la periferia. De ahí que su
preocupación esencial fuera el hecho de que la “sociedad abierta” preconizada
por la globalización y la racionalidad posideológica estuviera en ese momento
amenazada por la creciente disminución de la democracia en el sistema
capitalista y el rápido advenimiento de una especie de “racionalidad
pospolítica” basada en la preeminencia de las opiniones de los tecnócratas y la
más absoluta indiferencia de la población frente a la problemática presente y
futura de la sociedad, a todo lo cual, por otra parte, habría que agregar luego
las demandas de la seguridad nacional ante la posibilidad de ataque del
fundamentalismo político-religioso.
En los países de la
periferia del sistema, aunque no dejaban de sentirse dramáticamente las
repercusiones de esas amenazas que se cernían sobre la civilización occidental
cimentada en el capitalismo, obviamente las realidades concretas tenían otras
connotaciones. Entre nosotros, ciertamente, la cuestión fundamental que
amenazaba la democracia y nos podía conducir a la definitiva entronización de
una racionalidad social “pospolítica” era la abracadabrante y potencialmente
explosiva combinación de la miseria con la ignorancia, independientemente de
las limitaciones ostensibles y los amaneramientos notorios de nuestro régimen
político.
Pero la más importante
moraleja de todo cuanto se ha dicho hasta ahora es que ciertamente el mundo en
que vivimos está diseñado y construido, sobre la base de la apertura
comercial-financiera y la globalización, para que únicamente sobrevivan los
“avivatos”. En otras palabras, valga la insistencia, el nuestro de hoy no es un
mundo para “pendejos”, a pesar de que éstos siguen siendo la mayoría abrumadora
de los habitantes del planeta. Es un mundo ideado y edificado por minorías
selectas y proactivas para su disfrute, con franca exclusión del ciudadano
común y de las muchedumbres.
Y, por supuesto, hay
bastante gente que entendió todo eso a tiempo y a su modo: el que albergue
dudas, que eche una ojeada, por favor, a ciertos líderes y dirigentes
dominicanos que, ya política y económicamente “conversos”, son los mejores
aliados de cierto capital financiero del país, sin importar si éste tiene o no
legitimidad de origen y decencia de propósitos.
(*) El autor es abogado y
profesor universitario. Reside en Santo Domingo.
lrdecampsr@hotmail.com
Fuente: La Nación
Dominicana